Árboles, papel, aceras, tijeras... pocas cosas más hermosas que un árbol anciano: majestuoso, vetusto, dador de vida, su suave sombra nos protege del sol, sus hojas generan el oxígeno que respiramos, el dulce sonido de sus ramas al viento relaja más que le mejor shiatsu. Son hermanos a los que deberíamos cuidar, amar, respetar. Están vivos, ¿sabes? Existe un colectivo que no parece darse por enterado: los concejales de urbanismo. Sus proyectos de remodelación y mejora topan a veces con zonas en las que árboles de enorme belleza se sitúan en la línea de la obra... y la solución es rebanarles los tobillos. Mucho más fácil que hacer un plan en el que estén integrados, claro. El consumismo, la cultura de lo desechable, llevaba a un nuevo nivel de barbarie.
Últimamente, mi ciudad ha visto desaparecer árboles que me han acompañado desde niño, hermosas torres de vida exterminadas porque a un señor del ayuntamiento se le ocurrió ampliar una acera o cambiar el sentido de una calle. Décadas de lento crecimiento cercenadas en un segundo, eso sí, dispondrá usted de aceras con baldosas más grandes, adaptadas a los tiempos, con zonas reducidas de aparcamiento para que acuda a sus nuevos, enormes, asfixiantes aparcamientos subterráneos. Pero el precio no es el del tiempo de estacionamiento, sino la deshumanización y la pérdida de respeto hacia la vida, la generosidad del que regala sin esperar nada a cambio, las escasas presencias naturales en el amasijo gris de las ciudades. Seguid cortando, seguid matando, seguid educando en la objetualización del mundo que nos rodea. Ya no habrá animales, ni plantas, ni seres humanos: sólo materia contingente que utilzar, exprimir, abusar, destruir. ¿Cómo prentedemos ser sanos y felices si envenenamos la fuente de nuestra vida? La rueda de la vida gira en toda su gloria pero continuamos viéndola como un espectáculo creado para nuestra diversión y provecho. Soberbios, insensibles, egoístas, ignorantes... qué puto asco damos.
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