Rumbo al Sur, hacia Poniente

Salvatierra. El cielo de Febrero da tregua a un sol que dice con voz inequívoca "aun soy pequeño, pero vuelvo" mientras traza sin esfuerzo un arco espléndido sobre ese pantano coronado por muros de piedra. En el agua, un labrador salva palos. Atiende al nombre de Pin, y quizás sea el perro con mejor talante en la historia del universo. Le observan cuatro humanoides que respiran, sienten, están. Son. El paisaje de casas abandonadas y paredes erigidas sin cemento les regala la perspectiva de un mundo sin prisas ni enchufes, alejado del vértigo y el "hola, me voy que no llego". Hacer más con menos. El sur nos llama a través de los que han viajado allí antes que nosotros. Vamos. Sigamos.

Hervás. El río Ambroz le moja las enaguas, su judería es un cúmulo de recovecos y sopresas: callejuelas laberínticas, miradores, cuevas de trasgos repletas de té con algas y especias del sol, casas redondas habitadas por emigrantes del norte, hospitalarios, rodeados de niños; pequeños umbrales desde los que señoras sonrientes aún más pequeñas venden aceite virgen y garbanzos "de los que sirven para sembrar, no de los de ahora"; un perro actor minúsculo nos deleita con una escena que merecería un Oscar. ¿Y los nuestros? Junto al agua, claro... aunque si les das tiempo suficiente los (nos) encontrarás en una terracita, junto a las cañitas y los pinchitos, siempre. Grandes y pequeños abrazos de grandes y pequeñas personas, algunas con dentaduras almenadas, todas hermosas. Y puestos a mancharse los dientes, ¿algo más apropiado que un restaurante sefardí? Deliciosas recetas de otros tiempos, otras latitudes: Shashuka, Pastela, Burekas, Goulash, Milhojas de verduras, Berenjenas rellenas de Quinoa, Pollo con miel... y buen vino. Donde vayamos, que no falte.

Granadilla. Una pista de asfaltado irregular desciende hacia un jurásico paisaje de eucaliptos. Al fondo, el agua. No hay cielo. Ni tierra. Sólo un continuo en el que las formas se funden con sus imágenes. Y una torre en la que los niños ven dragones. Yo veo una escalera de caracol eterna que hace aún más larga el peso del caballerete que descansa en mis brazos. Su sonrisa deshace cualquier signo de cansancio. La construcción es extraña: un cuerpo principal cuadrado, una media torre curva adosada a cada uno de sus lados. Y en la cúspide, bajo una cubierta metálica, 360º grados de horizonte en cinemascope, sin proyector ni butaca. Y ese cielotierraagua sin márgenes. Descendemos: de la torre al pantano, de la piedra al agua. Por intuición llegamos donde descansan los otros. En la orilla, un roca separada del resto. Sólo unos pasos, un mundo. Allí, la superficie del agua se mueve superponiéndose en múltiples fases, combinándose, disolviendo el ser. La mente descansa, la consciencia elimina lo accesorio, el cielo nos regala su mejor atardecer. Un minuto, y otro, y otro. Respirar. Ser. Estar. Y constatar: la riqueza nada tiene que ver con el reino de los hombres. Al recordarlo, cierro los ojos, vuelo... y el mar lame mis párpados.

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