La experiencia lunévilliense ha dado tanto de si en lo culinario que bien merece un relato bon vivant. Prosaica como pocas va a ser esta entrada.
La región, La Lorraine, situada al noreste de Francia. La ciudad, Lunéville, sencilla localidad de ritmo pausado, poblada por gente amable, alejada de las rutas principales del turismo. Tranquila y convencional, su mayor punto de interés turístico es el castillo al que los nativos llaman "el Versalles de La Lorraine". Allí nos plantamos un lunes por la tarde, directos al trabajo: no se engañen, la visita no es vacacional y tendremos poco tiempo para el asueto. Pero los escasos momentos de esparcimiento se aprovecharán al máximo, con nuestro cicerón Stéphane ejerciendo de perfecto anfitrión, conocedor de las costumbre locales y las viandas a degustar.
Hoy cena en Le Petit Comptoir, situado junto al castillo y su canal. Servicio exquisito y platos aún mejores, vinos de excepción. Aquí pruebo por primera vez un Borgoña que me transporta. ¡Qué delicia, señores! Su sabor largo, complejo, rico en matices es pareja perfecta para el solomillo de ternera con setas que me meto entre pecho y espalda. La conversación me permite dar a conocer a los compañeros de mesa algunas denominaciones nacionales poco conocidas para ellos y comprobar lo cerrado que es el mercado vinícola francés al producto extranjero: les resulta imposible conseguir un Rioja, no digamos ya Ribera, Bierzo o Toro, desconocidos para ellos. Tras aceptar la sugerencia de un variado de quesos locales recibimos un plato cargado de delicias lácteas con las que rematar el pantagruélico festín, no sin antes recalar en los típicos postres locales de bergamota y tarta de ciruelas mirabelle. Pinchazo el primero, exitazo el último. Todo de la zona, todo delicioso. Risas constantes y buena conversación; los franceses aprendiendo algo de castellano, y lo dos españoles ganándonos mote: vinito y quesito. Yo líquido, claro.
La jornada del martes comienza con uno de esos desayunos de hotel en los que no hay perdón: zumo, más queso, cereales, fiambres, frutos secos, buen café y unos deliciosos croissants, muy tostados pero de sabor excelente. El día transcurre entre más trabajo, descansos para el café y una anodina comida en el restaurante Garibaldi del que la única conclusión válida es: no pidas ensaladas en un italiano. Mis compañeros dan buena cuenta de pastas y pizzas con aspecto poco apetecible, y lo descompensado de la relación calidad precio hace optemos por el café en el trabajo. El miércoles volveremos para probar un risotto con setas aceptable. Las comidas fueron lo más flojo.
Hemos quedado tan encantados con los quesos locales que al terminar el día nos acercamos con Stéphane a una tienda de productos locales en las que adquirimos varios quesos cremosos a base de leche cruda. En cuanto abandonan la tienda comienzan a emitir una densa peste, y a partir de ese momento una de nuestras mayores preocupaciones (y fuente de cachondeo constante) es cómo vamos a sacar esos quesos del aeropuerto sin que piensen que llevamos una cadáver en la maleta.
Terminamos las jornadas gastronómicas en Le Floréal, otro restaurante de alto copete en el que la elección de vinos lleva una hora. Frank, un belga cuarentón de ánimo inquebrantable pide entre suspiros que nos traigan cerveza, mientras los franceses se enzarzan en una eterna discusión sobre qué vino blanco es adecuado para la dorada. Al final, solución salomónica: dos vinos blancos y listo. Acompañados a petición popular por otra botellita de Borgoña. Praxis castellana contra debate lunevilliense, nos ventilamos el tinto mientras los otros hablan, y hablan, y hablan... La dorada no es nada del otro mundo (olvidé que estamos en interior), pero el risotto es delicioso, tanto que lo reservo hasta el final como un colegial. Más queso a los postres, esta vez con moderación y sin sorpresas (se repiten los productos locales), y un bizcocho con núcleo de chocolate fundido que provoca el aplauso del personal, rubicundos cual Noel. Gran cena con pinchazo final: el café, quemado. Vencedor: Le Petit Comptoir.
Grata experiencia culinaria para un lobo acostumbrado a las verduras. ¡Vive la cuisine française!
¿Qué sonaba?
Serge Gainsbourg ~ Gainsbourg Percussions (Mercury, 1964)
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